Los mecanismos que regulan el hambre y la saciedad son complejos y no siempre es fácil discernir la razón que nos impulsa a comer, saber si el vacío que se nota en el estómago y que nos hace pensar que tenemos hambre responde realmente a contracciones del estómago y del duodeno por falta de nutrientes o son otros estímulos los que llevan al cerebro a decirnos que comamos.

«Hay muchas razones que impulsan a consumir alimentos más allá de la supervivencia y muchos tipos de hambre: de boca, de vista, de estrés, de olfato, de sueño»

Explican los fisiólogos que el comportamiento alimentario lo regula el hipotálamo, que recibe señales homeostáticas y fisiológicas -como la existencia de nutrientes en la sangre, de reservas alimenticias en los adipositos o de hormonas en el organismo- pero también toda una serie de señales hedónicas (como las que envían los sentidos al percibir los alimentos o las hormonas secretadas por el placer o el displacer que provocan esos alimentos) y otras medioambientales fruto del estrés, de la ansiedad, del exceso o la falta de sueño, de las convenciones sociales…
En general, neurólogos y expertos en nutrición están de acuerdo en que mientras que la sensación de saciedad depende sobre todo de las sustancias que se liberan en el sistema digestivo para informar al cerebro de si se ha comido o no suficiente, las ganas de comer están más relacionadas con la información que llega de los sentidos –vista, oído, olfato, gusto y tacto-, que se combina con los recuerdos que hay en la memoria y activa los mecanismos de recompensa y de obtención de placer del cerebro.
Por eso identifican como los estímulos más potentes del apetito el estrés, las emociones, el sueño, el olfato, la vista y las convenciones sociales e insisten en que para controlar el peso o comer de una forma más equilibrada lo primero es detectar cuál de ellos es el que nos mueve, conocer qué tipo de hambre es el que uno trata de satisfacer.
En Mindful Eating: A guide to rediscovering a healthy and joyful relationship with food (Comer con conciencia: una guía para redescubrir la relación saludable y divertida con la comida), la pediatra de Harvard Jan Chozen Bays distingue siete tipos de hambre con los que cada uno puede identificarse en uno u otro momento: el comer por los ojos (ese que nos hace desear un alimento con verlo), el hambre de olfato (que convierte en apetecibles las palomitas o un croissant recién hecho sólo con percibir su aroma), el hambre de boca (que nos impulsa a probar todos los platos de un bufé por experimentar diferentes sabores y texturas), el hambre de estómago (la sensación de vacío que lleva a picotear entre horas), el hambre celular (el que lleva a satisfacer antojos), el hambre de pensamiento (que conmina a comer más fruta, menos grasas o menos dulces) y el hambre de corazón (que incita a comer por placer y para paliar otras insatisfacciones).

«Identifican como los estímulos más potentes del apetito el estrés, las emociones, el sueño, el olfato, la vista y las convenciones sociales e insisten en que para controlar el peso o comer de una forma más equilibrada lo primero es detectar cuál de ellos es el que nos mueve»

En el caso del hambre de vista, no es sólo que uno no pueda resistir la tentación de probar alimentos cuando tiene delante una mesa llena de platos deliciosos y muy decorados, es que los ojos son capaces de condicionar la conducta alimentaria hasta el punto de engañar a las papilas gustativas. En el Instituto de Investigación en Ciencias de la Alimentación del CSIC han comprobado que si en un curso de cata ofrecen un vino blanco y el mismo teñido, al segundo, siendo idéntico, los participantes lo describen con los atributos de vino tinto porque las neuronas se fían de la percepción de la vista.
El olfato también resulta muy determinante a la hora de comer. En la sensación de apetencia o no por un alimento inciden dos tipos de olfato: el ortonasal, que es el que se percibe a través de las fosas nasales cuando se está cocinando o se entra en un cine y nos inunda el olor a palomitas, y el retronasal, que se produce cuando consumimos un alimento. Uno y otro envían la percepción de un olor al cerebro, este lo relaciona con algo que nos resulta agradable o desagradable, y eso nos impulsa a comer o no.

«Los expertos aseguran que también tienen un papel destacado en los comportamientos alimentarios actuales el hambre emocional y el hambre de estrés»

También hay factores sociales que impulsan a ingerir alimentos al margen de que se tengan o no necesidades fisiológicas. Las comidas familiares, la corrección de no dejar nada en el plato o de comer a determinada hora se tenga o no se tenga hambre, la asociación de fiesta y celebración con comida y bebida o las costumbres familiares activan las ganas de comer, el hambre social.
Los expertos aseguran que también tienen un papel destacado en los comportamientos alimentarios actuales el hambre emocional y el hambre de estrés. Diversos estudios constatan que cuando una persona sufre estrés o ansiedad tiene mayores niveles de ghrelina, que es una hormona que estimula el apetito, y también mayores niveles de cortisol, hormona que aumenta la ingesta calórica del cerebro y que favorece la acumulación de grasa abdominal. Y hay investigaciones que relacionan una mayor apetencia e ingesta de hidratos de carbono con estados depresivos o de euforia debido a que estos alimentos activan los mecanismos de recompensa del cerebro, aquellos de los que depende la sensación de placer y que también están involucrados en las adicciones.
Otro potente estímulo del apetito a nivel neuronal es la falta de sueño, que altera el metabolismo de la glucosa y otras funciones endocrinas, eleva los niveles de ghrelina y aumenta la sensación de hambre, más allá de que cuanto más horas se pase despierto más probabilidades hay de emplearlas comiendo.
 
Fuente: diario La Vanguardia
http://www.lavanguardia.com/vida/20150818/54435881107/sabes-por-que-comes.html
 

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