Es de sobra conocido que el ambiente familiar tiene una importancia crucial en el estado de salud de sus miembros más pequeños, los niños. Los padres son los responsables de las primeras experiencias con alimentos de sus hijos y, aunque muchas veces no son del todo conscientes de ello, tienen el poder de modelar las preferencias y gustos de sus hijos por los alimentos.
Los padres son el modelo a seguir y sus hábitos y comportamientos alimentarios se transmitirán de forma más o menos voluntaria influyendo en la salud de sus hijos. Como ya indicaban algunos expertos tanto la restricción, la presión o la excesiva permisibilidad en la alimentación de los niños suele conducir al desarrollo de malos hábitos de alimentación que les aumentan el riesgo de padecer sobrepeso y obesidad (2).
La alternativa a estas prácticas es, por tanto, fomentar el gusto por alimentos más sanos y esto sólo se puede conseguir mediante el ejemplo desde la más tierna infancia: si unos padres no consumen de forma habitual frutas y verduras, sus hijos tampoco lo harán y menos si son “obligados” a ello. Por este motivo, en la práctica clínica, el análisis del entorno familiar está cobrando gran importancia dejando de centrarse en el paciente en particular para tratar a todo el núcleo familiar cuando un menor se ve afectado.

Estudios sobre el entorno familiar en la alimentación

Existen diversos estudios muy llamativos que relacionan el conocimiento o hábitos de los padres con los patrones alimentarios de los hijos. Uno de los primeros, del año 1999, demostró que existía una relación inversamente proporcional entre el conocimiento en nutrición de madres estadounidenses y el Índice de Masa Corporal (IMC) de sus hijos (3).
La mayoría de estudios que se han centrado en valorar la influencia del entorno familiar en los más pequeños, son de tipo transversal, esto significa que estudian a un grupo de familias en un momento concreto. Pocas son las investigaciones de tipo longitudinal que realizan un seguimiento en el tiempo de los mismos grupos familiares.
Éste el caso del reciente estudio llevado a cabo por investigadores de distintas instituciones científicas la ciudad de Adelaide (Australia), los cuales, han realizado un ensayo con 133 niños de 86 familias para comprobar los efectos de la educación nutricional de los padres en el comportamiento alimentario de los hijos (4).
Los padres recibieron sesiones informativas y prácticas sobre temas de alimentación impartidos por nutricionistas para mejorar la dieta familiar a través de cambios en la compra, centrándose principalmente en el consumo de lácteos. El proceso duró 12 semanas y se calculó, mediante encuestas, la ingesta de grasa de los niños antes y después de la intervención así como los cambios en su comportamiento alimentario. En general, los niños participantes eran consumidores habituales de lácteos ricos en grasas (leche entera, queso, yogur, helados, postres, etc.).
Al inicio del estudio el porcentaje de energía diaria obtenida de las grasas saturadas fue del 15,3%, el cual se redujo un 2,1% tras la intervención. Los aspectos que más  influyeron en esta reducción, en orden de importancia, fueron:
1)  la restricción de alimentos grasos
2)  la concienciación de los padres de que son responsables de los hábitos de sus hijos
3)  los conocimientos adquiridos por los padres sobre nutrición
4) que los padres fomenten el interés en sus hijos por conocer más sobre los alimentos.
En este caso también se indica que la reducción fue más efectiva entre los niños de menor edad. Está demostrado que a medida que los niños crecen es más difícil influir en su alimentación y modificarla. Esto resalta la importancia de enseñar a los niños desde pequeños a comer de forma sana y completa.

Recomendaciones

A modo de prevención general, los expertos proponen una serie de recomendaciones para mejorar el entorno familiar de alimentación. Éstas son aplicables a partir de los 12 meses de edad, que es cuando los niños empiezan a tener autonomía en su alimentación (2):
– Dar ejemplo eligiendo alimentos saludables y haciendo “entrecomidas” y que el niño lo vea y comparta el momento.
– Evitar preparar comidas separadas para el niño aunque la suya se presente de modo más llamativo o de forma que pueda cogerlo con las manos (sobre todo si es pequeño aún para usar utensilios).
– Establecimiento de rutinas en torno a lugar y la hora de comida.
– Asegurarse que los niños están sentados en una posición cómoda, bien apoyados.
– Fomentar que el tiempo de comida sea divertido, hablando de temas que no tengan que ver con la comida pero evitando distracciones tales como la televisión, los juguetes, etc.
– Evitar discusiones sobre el alimento. Hablar con afecto y escuchar sus argumentos de por qué le gusta o no le gusta una comida. Esa información puede usarse en futuras comidas, por ejemplo, para mezclar las cosas que menos le gusten con las que más.
A parte de esto, sigue siendo conveniente que los padres o responsables de la alimentación del niño tengan conocimientos sobre lo que es una alimentación sana para que al hacer la compra se apliquen esos conocimientos. Esto hará que en el hogar estén más accesibles a los niños los alimentos que le convienen en cada momento de su crecimiento y desarrollo.

Conclusión

A la hora de tratar a un niño con obesidad, es imprescindible implicar a los padres y desarrollar un programa de intervención que modele el comportamiento alimentario familiar dirigiéndolo hacia hábitos más saludables.
Foto: Photostock/ FreeDigitalPhotos.net
Fuente: Sociedad Española de Dietética y Ciencias de la Alimentación
http://www.nutricion.org/noticias/noticia.asp?id=47

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